La búsqueda de Dios - San Alberto Hurtado

1. Introducción

Época trágica la nuestra. Esta generación ha conocido dos horribles guerras mundiales y está a las puertas de un conflicto aun más trágico, un conflicto tan cruel que hasta los más interesados en provocarlo se detienen espantados ante el pensamiento de las ruinas que acarreará.

La literatura que expresa nuestro siglo es una literatura apocalíptica. La Hora 25, El Cero y el Infinito, Cuerpos y Almas, considerados como las grandes novelas de estos últimos años, son el testimonio de un mundo atormentado hasta la locura.

Y la locura es el patrimonio de nuestro tiempo. Cada día crece su número. He visitado un hospital de 19.000 locos, y, en las calles, muchos que ambulan sienten comprometido su equilibrio interior. ¡Cuántos, en nuestro siglo, si no locos, se sienten inquietos, desconcertados, tristes, profundamente solos en el vasto mundo superpoblado, pero sin que la naturaleza ni los hombres hablen de nada a su espíritu, ni les den un mensaje de consuelo! ¿Por qué? Porque Dios está ausente de nuestro siglo.

Muchas definiciones se pueden dar de nuestra época: edad del maquinismo, del relativismo, del confort. Mejor se diría una sociedad de la que Dios está ausente.

Esta despreocupación de Dios no está localizada en un país: es una ausencia universal. Es un hecho y una intención sistemática. Dios está ausente, expulsado del corazón mismo de la vida. La sociedad se ha encerrado en este rechazo de Dios y su ausencia la hace morir.

Muchos libros se podrían escribir sobre las formas del ateísmo contemporáneo. Basta mirar los carteles de nuestros muros, las imágenes de las revistas, los títulos de los diarios, la publicidad que se da a ciertos films y novelas, las inmundas fotografías o grabados de los semanarios. Sería necesario detenerse reposadamente para caer en la cuenta de esta ausencia de Dios, para llegar a sufrir en nuestra carne. León Bloy escribió: “El Creador está ausente de la ciudad, de los campos, de las leyes, de las artes, de las costumbres. Está ausente aun de la vida religiosa, en el sentido que hasta aquellos que quieren ser sus íntimos amigos prescinden de su presencia”.

El sentido del hombre ha reemplazado al sentido de Dios. En otros tiempos se atacó un dogma: fueron las herejías, trinitarias o cristológicas. En la época del renacimiento, el protestantismo atacó la Iglesia; el siglo XIX impugnó la divinidad de Cristo. Pero estaba reservada a nuestro siglo una negación más radical: la negación de Dios y su reemplazo por el hombre. El pecado del mundo actual es, como en tiempos antiguos, la idolatría, ¡la idolatría del hombre!

2. Desquiciamiento contemporáneo

Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre: le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, y nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos.

Dios en sí mismo parece no interesarnos. La contemplación está olvidada, la adoración y alabanza es poco comprendida. Muchos piensan que la contemplación es una especialidad buena -y aún eso se discute- para monjas y religiosos. Al hombre de mundo sólo le corresponde trabajar y gozar.

Nuestros estudios parecen centrados únicamente en el hombre. ¡Nos parece tan grande en nuestra época! La religión, en los ojos de muchos que guardan su nombre y aún le conservan un sitio en la jerarquía de valores, conserva únicamente un sentido de herramienta humana, de fuerza de conservación y de progreso, pero no es una adoración y un servicio desinteresado al Creador.

El criterio de la eficacia, el rendimiento, la utilidad, funda los juicios de valor. No se comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar económicamente. Mucho menos se entiende el valor del sacrificio, el profundo sentido del fracaso, como la Redención fue un fracaso humano. La explicación es simple: en este siglo industrial, todo se pesa, todo se cuenta, todo se mide. La adhesión de la inteligencia se obtiene a fuerza de utilidad y de propaganda. ¿Cómo no extender este criterio al dominio de las almas? Los medios sobrenaturales, como la Penitencia y la Eucaristía, son reemplazados por recetas naturales, por medios de pura prudencia humana: higiene, dignidad. Testimonio indiscutible de un debilitamiento del sentido de Dios.

Muchos continúan pronunciando el nombre de Dios: no pueden olvidar esas enseñanzas que desde pequeños les enseñaron sus padres, pero se han acostumbrado al sonido de la palabra “DIOS” como algo cotidiano y se contentan con ella sola, tras la cual hay un concepto vacío de toda realidad, o al menos de toda realidad que puede compararse en lo grande y terrible, en lo tremendo y arrobador a la realidad: Dios.

3. Visión del hombre moderno

Estos hombres no niegan a Dios… lo nombran, lo invocan, pero nunca han penetrado su grandeza y la bienaventuranza que puede hallarse en Él. Dios es para ellos algo inofensivo con lo que no hay que atormentarse mucho. La existencia misma de Dios nunca se ha interpuesto en su camino, gigantesca e inaccesible como una montaña. Dios queda en el horizonte como un volcán que está bastante lejos para no temerle, pero aún bastante cerca para darse cuenta de su existencia. A menudo Dios no es más que un cómodo refugio mental: todo lo que es incomprensible en el mundo o en la propia vida se le achaca a Dios: “¡Dios así lo ha hecho! ¡Dios así lo ha querido!”… A veces Dios es un cómodo vecino a quien se puede pedir ayuda en un apuro o en una necesidad. Cuando no se puede salir del paso, se reza, esto es, se pide al ‘Bondadoso Vecino’ que lo saque del peligro, pero se volverá a olvidar de Él cuando todo salga bien. Éstos no han llegado hasta la presencia, hasta la abrumadora proximidad de Dios.

Al hombre siempre le falta tiempo para pensar en Él. Tiene tantos otros cuidados: comer, beber, trabajar y divertirse… Todo esto tiene que despacharse antes que él pueda pensar con reposo en Dios. Y el reposo no viene, nunca viene.

Hasta los cristianos, a fuerza de respirar esta atmósfera, estamos impregnados de materialismo, de materialismo práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está lejos de Él. Nos absorben las mil ocupaciones, gentes de la casa, del negocio, de la vida social. Nuestra vida de cada día es pagana. En ella no hay oración, ni estudio del dogma, ni tiempo para practicar la caridad o para defender la justicia. La vida de muchos de nosotros ¿no es, acaso, un absoluto vacío? ¿No leemos los mismos libros, asistimos a los mismos espectáculos, emitimos los mismos juicios sobre la vida y sobre los acontecimientos, sobre el divorcio, limitación de nacimientos, anulación de matrimonios, los mismos juicios que los ateos? Todo lo que es propio del cristiano: conciencia, fe religiosa, espíritu de sacrificio, apostolado, es ignorado y aun denigrado; nos parece superfluo. Los más llevan una vida puramente material, de la cual la muerte es el término final. ¡Cuántos bautizados lloran delante de una tumba como los que no tienen esperanza!

La inmensa amargura del alma contemporánea, su pesimismo, su soledad… las neurosis y hasta la locura, tan frecuentes en nuestro siglo, ¿no son el fruto de un mundo que ha perdido a Dios? Ya bien lo decía San Agustín: “Nos creaste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. O bien, aquel que escribía: “Si me aparto, mi Dios, de tu lado – inquieto y turbado – camino al azar. – Y no es mucho que gima, Dios mío, – también gime el río – buscando la mar”.

En esas tremendas tragedias que son El Cero y el Infinito y La Peste, en ninguna parte aparece un rayo de esperanza, porque allí Dios está totalmente ausente, y en esa honda negrura que describe Georgiu en La Hora 25, el único rayo de luz viene de los que, como el P. Kaluga, tienen el sentido de Dios. El pesimismo brutal de Sartre, la angustia enloquecedora de Nietzsche, son el eco de su grito: “Dios ha muerto”. Esas obras, las más demoledoras que jamás se hayan escrito, son el veneno que está corroyendo el alma contemporánea y que suprimen de su espíritu, junto con la dignidad del hombre, la confianza, la confianza en la paternidad divina y toda alegría.

4. Ansiedad de Dios

Felizmente, el alma humana no puede vivir sin Dios. Espontáneamente lo busca, como el heliotropo busca el sol, y aun en manifestaciones objetivamente desviadas. En el hambre y sed de justicia que devora muchos espíritus, en el deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad universal, está latente el deseo de Dios. La Iglesia Católica desde su origen, más aún, desde su precursor, el Pueblo prometido, no es sino la afirmación nítida, resuelta, de su creencia en Dios. Por confesarlo, murieron muchos en el Antiguo Testamento; por ser fiel al mensaje de su Padre, murió Jesús, y después de Él, por confesar un Dios Uno y Trino, cuyo Hijo ha habitado entre nosotros, han muerto millones de mártires. Desde Esteban y los que como antorchas iluminaban los jardines de Nerón, hasta los que en nuestros días en Rusia, en Checoslovaquia, en Yugoslavia; ayer en Japón, en España y en Méjico, han dado su sangre por Él. A otros no se les ha pedido este testimonio supremo, pero en su vida de cada día lo afirman valientemente. Religiosos que abandonan el mundo para consagrarse a la oración: en Estados Unidos hay trece conventos Trapenses que no hacen sino trabajar silenciosamente para no perder de vista la presencia de Dios; religiosas como las que ha fundado el Padre Voillaume, que unen su vida de obreras en la fábrica a una profunda vida contemplativa.

Hay también universitarios, como los he podido ver en Francia y en España, en Inglaterra y en Bélgica, animados de un serio espíritu de oración, y para quienes su estudio es un deseo de glorificar al Creador.
Hay obreros como los de la J.O.C., que son ya más de un millón en el mundo, campesinos, para los cuales la plegaria parece algo connatural; y junto a ellos, sabios, sabios que se precian de su calidad de cristianos: hombres como Carrel, Lecomte de Noui; literatos como Claudel, Gabriela Mistral, Papini, Graham Greene, ¡y para qué seguir esta numeración! En medio de un mundo en delicuescencia, hay grupos selectos de almas escogidas que buscan a Dios con toda su alma y cuya voluntad es el supremo anhelo de sus vidas.

Hasta fuera de la Iglesia, en movimientos como el iniciado por el Mahatma Gandhi en la India, por el Rearme Moral en Ginebra, por el Oxford Movement en Inglaterra, ponen en primer lugar la idea de Dios.

5. La serenidad del alma

Y cuando lo han hallado, su vida descansa como en una roca inconmovible; su espíritu reposa en la paternidad divina, como el niño en los brazos de su madre (cf. Sal 130).
La hondura de la vida, su belleza, son el fruto del conocimiento de la Divina Amabilidad, de las mercedes que de Él emanan y de las fuerzas que Él brinda.

Cuando Dios ha sido hallado, el espíritu comprende que lo único grande que existe es Él. Frente a Dios, todo se desvanece: cuanto a Dios no interesa se hace indiferente. Las decisiones realmente importantes y definitivas son las que yacen en Él.

Hay también un dolor de Dios, dolor indescriptible e inconmensurable que tortura al alma con espanto y asombro. Hay un temor de Dios: el de arrojar una sombra sobre la imagen del Amado. Temor de ofrecer tan poco al que todo se le debe.

Al que ha encontrado a Dios acontece lo que al que ama por primera vez: corre, vuela, se siente transportado; todas sus dudas están en la superficie, en lo hondo de su ser reina la paz. Lo duro, las contrariedades, se deslizan; en el centro de la vida perdura el conocimiento del ser y del amor de Dios. La entrega del que reposa en Dios es un olvido de sí. No le importa ni mucho ni poco cuál sea su situación, ni si escucha o no sus preces. Lo único importante es: Dios está presente. Dios es Dios. Ante este hecho, calla su corazón y reposa.

Esta confianza es fruto de un magnánimo y humilde amor. Si Dios quita algo, aun con dolor, es Él y eso basta. Esto lo hace feliz y enciende todas las luces de su alma. No es un amor sentimental, es amor sencillo, simple, y que se da por sobreentendido. Es así porque no puede ser de otro modo.

En el alma de este repatriado hay dolor y felicidad al mismo tiempo. Dios es a la vez su paz y su inquietud. En Él descansa, pero no puede permanecer un momento inmóvil. Tiene que descansar andando; tiene que guarecerse en la inquietud. Cada día se alza Dios ante él como un llamado, como un deber, como dicha próxima no alcanzada.

Hay en él un temor de Dios, pero no el temor infantil semejante al del perro que espera a cada momento el látigo. Donde domina el espíritu no hay terror: todo se torna claro, luminoso, benéfico. Ante Dios, no somos sus esclavos, sino que, por su predilección, somos sus hijos. El verdadero temor de Dios no consiste ni en el miedo al castigo, ni en la insuficiencia de nuestro concepto de Dios, sino en la proximidad de Dios mismo. El que halla a Dios se siente buscado por Dios, como perseguido por Él, y en Él descansa, como en un vasto y tibio mar. Ve ante sí un destino junto al cual las cordilleras son como granos de arena. Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo toma sentido por esa misma búsqueda. Dios aparece siempre y en todas partes, y en ningún lado se le halla. Lo oímos en las crujientes olas, y sin embargo calla. En todas partes nos sale al encuentro y nunca podremos captarlo; pero un día cesará la búsqueda y será el definitivo encuentro. Cuando hemos hallado a Dios, todos los bienes de este mundo están hallados y poseídos.

6. Conclusiones

En toda nuestra vida, Dios es lo que la luna para el mar: la causa de sus crecientes y de sus menguantes. Todas nuestras peregrinaciones terrestres han sido movidas por el llamado divino, llamado que ya nos eleva a lo alto, ya nos precipita en lo hondo. Ese llamado de Dios, perceptible en nuestras almas, es el que nos ha convocado a todo lo que merece llamarse grande en nuestra vida, a todo lo que da sentido a una existencia cuando la vida es en verdad una vida.

Y ese llamado de Dios, que es el hilo conductor de una existencia sana y santa, no es otra cosa que el canto que desde las colinas eternas desciende dulce y rugiente, melodioso y cortante. Llegará un día en que veremos que Dios fue la canción que meció nuestras vidas. ¡Señor, haznos dignos de escuchar ese llamado y de seguirlo fielmente!

San Alberto Hurtado S.J.