HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA DE BEATIFICACIÓN
DEL PADRE PÍO DE PIETRELCINA
DURANTE LA MISA DE BEATIFICACIÓN
DEL PADRE PÍO DE PIETRELCINA
Domingo 2 de mayo de 1999
1. «¡Cantad al Señor un cántico nuevo!».
La invitación de la antífona de entrada expresa la alegría de tantos
fieles que esperan desde hace tiempo la elevación a la gloria de los
altares del padre Pío de Pietrelcina. Este humilde fraile
capuchino ha asombrado al mundo con su vida dedicada totalmente a la
oración y a la escucha de sus hermanos.
Innumerables personas fueron a visitarlo al convento de San Giovanni
Rotondo, y esas peregrinaciones no han cesado, incluso después de su
muerte. Cuando yo era estudiante, aquí en Roma, tuve ocasión de
conocerlo personalmente, y doy gracias a Dios que me concede hoy la
posibilidad de incluirlo en el catálogo de los beatos.
Recorramos esta mañana los rasgos principales de su experiencia
espiritual, guiados por la liturgia de este V domingo de Pascua, en el
cual tiene lugar el rito de su beatificación.
2. «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en mí» (Jn
14, 1). En la página evangélica que acabamos de proclamar hemos
escuchado estas palabras de Jesús a sus discípulos, que tenían necesidad
de aliento. En efecto, la mención de su próxima partida los había
desalentado. Temían ser abandonados y quedarse solos, pero el Señor los
consuela con una promesa concreta: «Me voy a prepararos sitio» y después
«volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también
vosotros» (Jn 14, 2-3).
En nombre de los Apóstoles replica a esta afirmación Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?» (Jn
14, 5). La observación es oportuna y Jesús capta la petición que lleva
implícita. La respuesta que da permanecerá a lo largo de los siglos como
luz límpida para las generaciones futuras. «Yo soy el camino, la
verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
El «sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre»; el
discípulo podrá estar allí eternamente con el Maestro y participar de su
misma alegría. Sin embargo, para alcanzar esa meta sólo hay un camino:
Cristo, al cual el discípulo ha de ir conformándose progresivamente. La
santidad consiste precisamente en esto: ya no es el cristiano el que
vive, sino que Cristo mismo vive en él (cf. Ga 2, 20).
Horizonte atractivo, que va acompañado de una promesa igualmente
consoladora: «El que cree en mí, también hará las obras que yo hago, e
incluso mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14, 12).
3. Escuchamos estas palabras de Cristo y nuestro pensamiento se
dirige al humilde fraile capuchino del Gargano. ¡Con cuánta claridad se
han cumplido en el beato Pío de Pietrelcina!
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios…». La vida de este humilde hijo de san Francisco fue un constante ejercicio de fe, corroborado por la esperanza del cielo, donde podía estar con Cristo.
«Me voy a prepararos sitio (…) para que donde estoy yo estéis también
vosotros». ¿Qué otro objetivo tuvo la durísima ascesis a la que se
sometió el padre Pío desde su juventud, sino la progresiva identificación con el divino Maestro, para estar «donde está él»?
Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su misa, para
pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo
doliente y resucitado. En el rostro del padre Pío resplandecía la luz de
la resurrección. Su cuerpo, marcado por los «estigmas», mostraba la
íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el
misterio pascual. Para el beato de Pietrelcina la participación en la Pasión
tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron
concedidos y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le
permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos
del Señor, convencido firmemente de que «el Calvario es el monte de los
santos».
4. No menos dolorosas, y humanamente tal vez aún más duras, fueron
las pruebas que tuvo que soportar, por decirlo así, como consecuencia de
sus singulares carismas. Como testimonia la historia de la santidad,
Dios permite que el elegido sea a veces objeto de incomprensiones.
Cuando esto acontece, la obediencia es para él un crisol de purificación,
un camino de progresiva identificación con Cristo y un fortalecimiento
de la auténtica santidad. A este respecto, el nuevo beato escribía a uno
de sus superiores: «Actúo solamente para obedecerle, pues Dios me ha
hecho entender lo que más le agrada a él, que para mí es el único medio
de esperar la salvación y cantar victoria» (Epist. I, p. 807).
Cuando sobre él se abatió la «tempestad», tomó como regla de su
existencia la exhortación de la primera carta de san Pedro, que acabamos
de escuchar: Acercaos a Cristo, la piedra viva (cf. 1 P
2, 4). De este modo, también él se hizo «piedra viva», para la
construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. Y por esto hoy
damos gracias al Señor.
5. «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu» (1 P 2, 5).
¡Qué oportunas resultan estas palabras si las aplicamos a la extraordinaria experiencia eclesial
surgida en torno al nuevo beato! Muchos, encontrándose directa o
indirectamente con él, han recuperado la fe; siguiendo su ejemplo, se
han multiplicado en todas las partes del mundo los «grupos de oración». A
quienes acudían a él les proponía la santidad, diciéndoles: «Parece que
Jesús no tiene otra preocupación que santificar vuestra alma» (Epist. II, p. 155).
Si la Providencia divina quiso que realizase su apostolado sin salir
nunca de su convento, casi «plantado» al pie de la cruz, esto tiene un
significado. Un día, en un momento de gran prueba, el Maestro divino lo
consoló, diciéndole que «junto a la cruz se aprende a amar» (Epist. I, p. 339).
Sí, la cruz de Cristo es la insigne escuela del amor; más
aún, el «manantial» mismo del amor. El amor de este fiel discípulo,
purificado por el dolor, atraía los corazones a Cristo y a su exigente
evangelio de salvación.
6. Al mismo tiempo, su caridad se derramaba como bálsamo sobre las debilidades y sufrimientos de sus hermanos.
El padre Pío, además de su celo por las almas, se interesó por el dolor
humano, promoviendo en San Giovanni Rotondo un hospital, al que llamó:
«Casa de alivio del sufrimiento». Trató de que fuera un hospital de
primer rango, pero sobre todo se preocupó de que en él se practicara una
medicina verdaderamente «humanizada», en la que la relación
con el enfermo estuviera marcada por la más solícita atención y la
acogida más cordial. Sabía bien que quien está enfermo y sufre no sólo
necesita una correcta aplicación de los medios terapéuticos, sino
también y sobre todo un clima humano y espiritual que le permita
encontrarse a sí mismo en la experiencia del amor de Dios y de la
ternura de sus hermanos.
Con la «Casa de alivio del sufrimiento» quiso mostrar que los «milagros ordinarios» de Dios pasan a través de nuestra caridad.
Es necesario estar disponibles para compartir y para servir
generosamente a nuestros hermanos, sirviéndonos de todos los recursos de
la ciencia médica y de la técnica.
7. El eco que esta beatificación ha suscitado en Italia y en el mundo
es un signo de que la fama del padre Pío, hijo de Italia y de san
Francisco de Asís, ha alcanzado un horizonte que abarca todos los
continentes. Me complace saludar a cuantos han venido, comenzando por
las autoridades italianas que han querido estar presentes: el señor
presidente de la República, el señor presidente del Senado, el señor
presidente del Gobierno, que encabeza la delegación oficial, así como
numerosos ministros y personalidades. Italia está ciertamente bien
representada. Pero también se hallan presentes numerosos fieles de otras
naciones, que han venido para honrar al padre Pío.
A todos los que han venido, de cerca o de lejos, y en especial a los
padres capuchinos, les dirijo un afectuoso saludo. A todos, gracias de
corazón.
8. Quisiera concluir con las palabras del Evangelio proclamado en
esta misa: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios». Esa
exhortación de Cristo la recogió el nuevo beato, que solía repetir:
«Abandonaos plenamente en el corazón divino de Cristo, como un niño en
los brazos de su madre». Que esta invitación penetre también en nuestro
espíritu como fuente de paz, de serenidad y de alegría. ¿Por qué tener
miedo, si Cristo es para nosotros el camino, la verdad y la vida? ¿Por qué no fiarse de Dios que es Padre, nuestro Padre?
«Santa María de las gracias», a la que el humilde capuchino de
Pietrelcina invocó con constante y tierna devoción, nos ayude a tener
los ojos fijos en Dios. Que ella nos lleve de la mano y nos impulse a
buscar con tesón la caridad sobrenatural que brota del costado abierto
del Crucificado.
Y tú, beato padre Pío, dirige desde el cielo tu mirada hacia
nosotros, reunidos en esta plaza, y a cuantos están congregados en la
plaza de San Juan de Letrán y en San Giovanni Rotondo. Intercede por
aquellos que, en todo el mundo, se unen espiritualmente a esta
celebración, elevando a ti sus súplicas. Ven en ayuda de cada uno y
concede la paz y el consuelo a todos los corazones.
Amén.